Cataluña y el Estado Moderno

Germán Burgos

29 de octubre  del 2015

Ph.D. Investigador ILSA. Profesor universitario.

En medio de las globalizaciones que cuestionan la ficción jurídica de la soberanía, el Estado moderno sigue siendo la forma de organización del poder político, sustancial y formalmente dominante en el globo terráqueo. Podemos identificar la existencia de más de 200 Estados, incorporados a diversas organizaciones internacionales, vinculados por diversos tratados, reconocidos mutuamente entre sí, etc. Este modelo, surgido dominantemente bajo la experiencia de algunas zonas de Europa occidental, se ha extendido y continúa su vigencia en medio de lo que algunos llaman la derrota o adormecimiento del Leviatán.

La ampliación numérica de los Estados ha seguido distintas vías. Aquellos iniciales fueron generalmente el producto de imposiciones armadas que lograron centralizar el poder en un territorio que se definió y reconoció progresivamente como soberano. La segunda vía fueron los procesos de independencia frente a las estructuras imperiales y/o coloniales, dinámica propia especialmente de América Latina, Asia y África. En estos últimos casos, la salida de la estructura colonial fue precipitada y hasta cierto punto delineada por las metrópolis, a diferencia de las guerras de independencia en esta región del mundo. Una tercera vía ha sido la desmembración interna de un Estado territorial como producto de guerras civiles o ajustes de otro tipo, siendo los casos prototípicos la ex URSS y la exyugoeslavia. La fórmula más reciente y deseable es la salida de una porción de la población y el territorio de un Estado, para formar otro, a través de alguna consulta democrática, como en Sudán del Sur, Timor Oriental o los fallidos intentos de Quebec y Escocia.

La extensión de los Estados como organizaciones políticas dominantes trató de blindarse jurídicamente, entre otros, a través de la Carta de la ONU, la cual reconoce la soberanía e integridad territorial del Estado como aspectos inquebrantables de su existencia, obviamente al margen de la eficacia que esto pueda tener. En este mismo sentido, estaría el principio de no intervención.

El anterior cuadro parece estar afrontando un nuevo desafío que corresponde a las “declaraciones unilaterales” de independencia  por parte de Kosovo y Cataluña. En el caso kosovar, en el 2008 y mediante decisión del parlamento, se declara la separación de Serbia, la cual finalmente contó con el “aval” de la Corte Internacional de Justicia mediante el ejercicio de sus funciones de consulta y donde se dijo que si bien la integridad territorial es un principio fundamental del orden de posguerra, no existe como tal una prohibición de secesión.

El caso más reciente es el de Cataluña. Mediante dos elecciones, inicialmente asociadas a la conformación del parlamento, a una consulta ilegal, pero políticamente efectiva y a una amplia movilización política y social, hoy se cuenta, para algunos, con una mayoría política cualificada para declarar la independencia. Los partidos a favor de esta ganaron en escaños y según las coaliciones a formalizar contarían con los votos para sostener políticamente la secesión. Esto, claro está, ocurre en un contexto donde la mitad restante de la población no está de acuerdo y el gobierno del Estado español se opone de manera férrea a cualquier salida política o jurídica al respecto. Lo mismo podría decirse de las autoridades de la Unión Europea. Al menos políticamente y según la hoja de ruta de los independentistas, Cataluña saldría de España en cuestión de meses.

Lo que nos muestran estas dos recientes experiencias, una consolidada, Kosovo, en el fondo irrelevante, y Cataluña, en proceso de consolidación y demasiado icónica por su significado global, es que de seguir esta línea, la estabilidad del Estado nación moderno estaría en juego en la medida en que secciones sociales y políticas de su territorialidad opten por la secesión de manera unilateral y al margen del orden constitucional. Estos nuevos referentes nos replantearían, en un sentido o en otro, el alcance y pertinencia de un orden político histórico cuyos contornos ya no obedecen a los referentes ideales que se delinearon desde el siglo XVI en Europa occidental. Como es sabido ya de vieja data, el Estado es una construcción histórica y no inevitable y natural como algunos intuitivamente piensan. Hoy, con lo registrado, parece quedar  nuevamente claro. 

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