Para una nueva declaración universal de los derechos humanos (I)

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 Boaventura de Sousa Santos

19 de enero, 2020

Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

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Para una nueva declaración universal de los derechos humanos(I)

El gran filósofo del siglo XVII, Baruch Spinoza, escribió que los dos  sentimientos básicos del ser humano (afectos, en su terminología) son el  miedo y la esperanza. Y sugirió que es necesario lograr un equilibrio entre  ambos, ya que el miedo sin esperanza conduce al abandono y la esperanza  sin miedo puede conducir a una autoconfianza destructiva. Esta idea puede  extrapolarse a las sociedades contemporáneas, especialmente en una época en la que, con el ciberespacio, las comunicaciones digitales interpersonales  instantáneas, la masificación del entretenimiento industrial y la personalización masiva del microtargeting comercial y político, los  sentimientos colectivos son cada vez más “parecidos” a los sentimientos  individuales, aunque siempre sean agregaciones selectivas. Es por ello que  actualmente la identificación con lo que se oye o se lee resulta tan inmediata (“eso es precisamente lo que pienso”, aunque nunca antes se haya pensado sobre “eso”), al igual que la repulsión (“tenía buenas razones para odiar eso”, a pesar de que nunca se haya odiado “eso”). De este modo, los sentimientos  colectivos se convierten fácilmente en una memoria inventada, en el futuro  del pasado de los individuos. Por supuesto, esto solo es posible porque, a  falta de una alternativa, la degradación de las condiciones materiales de vida se vuelve vulnerable a una reconfortante ratificación del statu quo
Si convertimos los sentimientos de esperanza y miedo en sentimientos  colectivos, podemos concluir que tal vez nunca haya habido una distribución  tan desigual del miedo y la esperanza a escala global. La gran mayoría de la población mundial vive dominada por el miedo: al hambre, a la guerra, a la  violencia, a la enfermedad, al jefe, a la pérdida del empleo o a la  improbabilidad de encontrar trabajo, a la próxima sequía o a la próxima  inundación. Este miedo casi siempre se vive sin la esperanza de que se pueda  hacer algo para que las cosas mejoren. Por el contrario, una diminuta fracción  de la población mundial vive con una esperanza tan excesiva que parece  totalmente carente de miedo. No teme a los enemigos porque considera que  estos han sido anulados o desarmados; no teme la incertidumbre del futuro  porque dispone de un seguro a todo riesgo; no teme las inseguridades de su lugar de residencia porque en cualquier momento puede trasladarse a otro  país o continente (e incluso comienza a barajar la posibilidad de ocupar otros  planetas); no teme la violencia porque cuenta con servicios de seguridad y  vigilancia: alarmas sofisticadas, muros electrificados, ejércitos privados. 
La división social global del miedo y la esperanza es tan desigual que  fenómenos impensables hace menos de treinta años hoy parecen  características normales de una nueva normalidad. Los trabajadores “aceptan” ser explotados cada vez más a través del trabajo sin derechos; los  jóvenes emprendedores “confunden” la autonomía con la autoesclavitud; las  poblaciones racializadas se enfrentan a prejuicios racistas que a menudo  provienen de aquellos que no se consideran racistas; las mujeres y la  población LGTBI siguen siendo víctimas de violencia de género, a pesar de  todas las victorias de los movimientos feministas y antihomofóbicos; los no  creyentes o creyentes de religiones “equivocadas” son víctimas de los peores  fundamentalismos. En el plano político, la democracia, concebida como el  gobierno de muchos en beneficio de muchos, tiende a convertirse en el  gobierno de pocos en beneficio de pocos, el estado de excepción con pulsión  fascista se va infiltrando en la normalidad democrática, mientras que el  sistema judicial, concebido como el Estado de derecho para proteger a los débiles contra el poder arbitrario de los fuertes, se está convirtiendo en la  guerra jurídica de los poderosos contra los oprimidos y de los fascistas contra  los demócratas.  
Es urgente cambiar este estado de cosas o la vida se volverá  absolutamente insoportable para la gran mayoría de la humanidad. Cuando  la única libertad que le quede a esta mayoría sea la libertad de ser miserable, estaremos ante la miseria de la libertad. Para salir de este infierno, que parece  programado por un plan voraz y poco inteligente, es necesario alterar la  distribución desigual del miedo y la esperanza. Es urgente que las grandes mayorías vuelvan a tener algo de esperanza y, para ello, es necesario que las  pequeñas minorías con exceso de esperanza (porque no temen la resistencia  de quienes solo tienen miedo) tengan miedo de nuevo. Para que esto ocurra,  se necesitarán muchas rupturas y luchas en los terrenos social, político,  cultural, epistemológico, subjetivo e intersubjetivo. El siglo pasado comenzó  con el optimismo de que rupturas con el miedo y luchas por la esperanza estaban cerca y serían eficaces. Este optimismo tuvo el nombre inicial e  iniciático de socialismo o comunismo. Otros nombres-satélite se unieron a ellos, como republicanismo, secularismo, laicismo. A medida que el siglo  avanzaba se unieron nuevos nombres, como liberación del yugo colonial, autodeterminación, democracia, derechos humanos, liberación y  emancipación de las mujeres, entre otros. 
Hoy, en la primera mitad el siglo XXI, vivimos entre las ruinas de muchos de esos nombres. Los dos primeros parecen reducirse, en el mejor  de los casos, a los libros de historia y, en el peor, al olvido. Los restantes subsisten desfigurados o, como mínimo, se ven confrontados ante la  perplejidad de acumular tantas derrotas como victorias protagonizan. Por  estas razones, las rupturas y las luchas contra la distribución torpemente desigual del miedo y la esperanza serán una tarea ingente, porque todos los  instrumentos disponibles para llevarlas a cabo son frágiles. Además, esta  discrepancia constituye en sí misma una manifestación del desequilibrio  contemporáneo entre el miedo y la esperanza. La lucha contra tal desequilibrio debe comenzar por los instrumentos que reflejan este mismo  desequilibrio. Solo a través de luchas eficaces contra este desequilibrio será  posible señalar la expansión de la esperanza y la retracción del miedo entre  las grandes mayorías. 
Cuando los cimientos se derrumban, se convierten en ruinas. Cuando  todo parece estar en ruinas, no hay más alternativa que buscar entre las  ruinas, no solo el recuerdo de lo que fue mejor, sino especialmente la  desidentificación con lo que al diseñar los cimientos contribuyó a la  fragilidad del edificio. Este proceso consiste en transformar las ruinas  muertas en ruinas vivas. Y tendrá tantas dimensiones cuantas sean exigidas  por la predictora socioarqueología. Comencemos hoy, al inicio de año, por  los derechos humanos.  
Los derechos humanos tienen una doble genealogía. A lo largo de su  vasta historia desde el siglo XVI, fueron sucesivamente (a veces de manera  simultánea) un instrumento de legitimación de la opresión eurocéntrica,  capitalista y colonialista, y un instrumento de legitimación de las luchas  contra esa opresión. Pero siempre fueron más intensamente instrumento de  opresión que de lucha contra ella. Por eso contribuyeron a la situación de  extrema desigualdad de la división global del miedo y la esperanza en la que  nos encontramos hoy. A mediados del siglo pasado, tras la devastación de  las dos guerras en Europa (con impacto mundial debido al colonialismo), los  derechos humanos tuvieron un momento alto con la proclamación de la  Declaración Universal de los Derechos Humanos, que vino a sustentar ideológicamente el trabajo de la ONU. El 10 de diciembre pasado se  conmemoraron los 71 años de la Declaración. No es aquí el lugar para  analizar en detalle este documento, que en su origen no es universal (de  hecho, es cultural y políticamente muy eurocéntrico) pero que gradualmente  se fue estableciendo como una narrativa global de dignidad humana. 
Es posible decir que entre 1948 y 1989, los derechos humanos fueron  predominantemente un instrumento de la guerra fría, lectura que durante  mucho tiempo fue minoritaria. El discurso hegemónico de los derechos  humanos fue usado por los gobiernos democráticos occidentales para exaltar  la superioridad del capitalismo en relación al comunismo del bloque  socialista de los regímenes soviético y chino. Según tal discurso, las  violaciones de los derechos humanos solamente ocurrían en ese bloque y en  todos los países simpatizantes o bajo su influencia. Las violaciones que había en los países “amigos” de Occidente, crecientemente bajo influencia de los  Estados Unidos, eran ignoradas o silenciadas. El fascismo portugués, por  ejemplo, se benefició durante mucho tiempo de esa “sociología de las  ausencias”, tal como sucedió con Indonesia durante el período en que invadió  y ocupó Timor Oriental, o con Israel desde el inicio de la ocupación colonial  de Palestina hasta hoy. En general, el colonialismo europeo fue por mucho  tiempo el beneficiario principal de esa sociología de las ausencias. Así se fue  construyendo la superioridad moral del capitalismo en relación al  socialismo, una construcción en la que colaboraron activamente los partidos  socialistas del mundo occidental. 
Esta construcción no estuvo libre de contradicciones. Durante este  período, los derechos humanos en los países capitalistas y bajo la influencia  de los Estados Unidos fueron muchas veces invocados por organizaciones y  movimientos sociales en la resistencia contra violaciones flagrantes de esos derechos. Las intervenciones imperiales del Reino Unido y de los Estados  Unidos en el Medio Oriente, y de los Estados Unidos en América Latina, a  lo largo de todo el siglo XX, nunca fueron consideradas internacionalmente  violaciones de derechos humanos, aunque muchos activistas de derechos  humanos sacrificasen su vida defendiéndolos. Por otro lado, sobre todo en  los países capitalistas del Atlántico Norte, las luchas políticas llevaron a la  ampliación progresiva del catálogo de derechos humanos: los derechos  sociales, económicos y culturales se juntaron a los derechos civiles y  políticos. Surgió entonces cierta disociación entre los defensores de la  prioridad de los derechos civiles y políticos sobre los demás (corriente  liberal), y los defensores de la prioridad de los derechos económicos y  sociales o de la indivisibilidad de los derechos humanos (corriente socialista  o socialdemócrata). 
La caída del Muro de Berlín en 1989 fue vista como la victoria  incondicional de los derechos humanos. Pero la verdad es que la política  internacional posterior reveló que, con la caída del bloque socialista, cayeron  también los derechos humanos. Desde ese momento, el tipo de capitalismo  global que se impuso desde la década de 1980 (el neoliberalismo y el capital  financiero global) fue promoviendo una narrativa cada vez más restringida  de derechos humanos. Comenzó por suscitar una lucha contra los derechos  sociales y económicos. Y hoy, con la prioridad total de la libertad económica  sobre todas las otras libertades, y con el ascenso de la extrema derecha, los  propios derechos civiles y políticos, y con ellos la propia democracia liberal,  son puestos en cuestión como obstáculos al crecimiento capitalista. Todo  esto confirma la relación entre la concepción hegemónica de los derechos  humanos y la guerra fría.
Ante este escenario, se imponen dos conclusiones paradójicas e  inquietantes, y un desafío exigente. La aparente victoria histórica de los  derechos humanos está derivando en una degradación sin precedentes de las  expectativas de vida digna de la mayoría de la población mundial. Los  derechos humanos dejaron de ser una condicionalidad en las relaciones  internacionales. Cuando mucho, en vez de sujetos de derechos humanos, los  individuos y los pueblos se ven reducidos a la condición de objetos de discursos de derechos humanos. A su vez, el desafío puede formularse así:  ¿será todavía posible transformar los derechos humanos en una ruina viva,  en un instrumento para transformar la desesperación en esperanza? Estoy  convencido que sí. En la próxima crónica intentaré rescatar las semillas de  esperanza que habitan la ruina viva de los derechos humanos.

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