15 Oct LO VERNÁCULO Y LO UTÓPICO- Boaventura de Sousa Santos
Consultar cualquier diccionario moderno de lenguaje escrito nos lleva a concluir
que lo vernáculo y lo utópico son conceptos opuestos. Mientras que lo vernáculo (del
latín, vernaculus,) significa que es propio de un lugar o una región, lo utópico (de Utopía,
título del famoso libro de Thomas More [1516]) significa lo que caracterizaría a un
gobierno imaginario en ningún lugar específico. En sentido figurado, mientras que lo
vernáculo es lo correcto, puro, de la tierra; lo utópico es lo fantasioso, imaginario,
quimérico. En este texto, trato de demostrar que, contrariamente a esta aparente
contradicción y al consenso de los diccionarios al respecto, hay más complicidad entre
los dos términos de lo que se puede imaginar, y que estas complicidades se han hecho
más visibles en los últimos tiempos.
El título de este texto se inspiró en la obra de uno de los teóricos marxistas más
notables y olvidados del siglo pasado, Teodor Shanin, quien llevó a cabo trabajos pioneros
para rescatar la riqueza, diversidad y carácter dinámico del pensamiento de Karl Marx
(contra todas las ortodoxias, marxistas y no marxistas). Shanin se dedicó, en particular, a
mostrar la importancia de la obra inédita de Marx después de la publicación del primer
volumen de Das Kapital en 1867 (la última obra importante que publicó en vida) hasta
su muerte en 1883, titulado “Marx tardío”, nada más y nada menos que 30.000 páginas
de notas. Hasta la publicación de El Capital, y a pesar de haber leído más que ningún otro
teórico europeo contemporáneo sobre la historia de las sociedades no europeas, es decir,
las asiáticas, Marx las analizó desde una perspectiva eurocéntrica, evolutiva, centrada en
la idea de que tales sociedades representaban etapas anteriores y desesperadamente
anticuadas de las sociedades capitalistas desarrolladas de Europa. Incluso en el caso de
éstas, la única que analizó con impresionante detalle y lucidez fue Inglaterra, la economía
capitalista más desarrollada de su tiempo.
Atento a los movimientos revolucionarios que surgían en el centro de Europa y
que no eran compatibles con el modelo de revolución proletaria que había teorizado, Marx
comenzó a darles una atención privilegiada en lugar de ignorarlos o encuadrarlos por la
fuerza en su teoría. Si esto es cierto en el caso de la Comuna de París de 1871, lo es aún
más en el caso del movimiento populista revolucionario ruso de base campesina, muy
fuerte en las décadas de 1870 y 1880. Para comprender lo que estaba sucediendo en Rusia,
Marx comenzó a estudiar ruso de forma obsesiva (como si se tratara de “una cuestión de
vida o muerte”, como se quejaba su mujer en una carta a Engels, fiel compañero y
colaborador de Marx). Desde entonces hasta su muerte, la heterogeneidad de las historias
y transformaciones sociales se convirtió en un hecho central en las reflexiones de Marx.
Las consecuencias teóricas fueran inmediatas: no existen leyes monolíticas de desarrollo
social; no hay una, pero sí varias vías para llegar al socialismo, y los análisis de El Capital
sólo son totalmente válidos para el caso de Inglaterra; el campesino, lejos de ser un
obstáculo o un residuo histórico, puede, en determinadas circunstancias, ser un sujeto
revolucionario. Todo esto sonaba extraño, teóricamente impuro y “poco marxista” a los
ojos de la mayoría de los marxistas de finales del siglo XIX. Esta evolución del
pensamiento de Marx llegó a ser considerada un signo de debilidad mental asociada con
la vejez, y una de las cuatro versiones de la carta de Marx a una populista rusa, Vera
Zazulich, fue censurada por marxistas rusos y sólo fue publicada en.…1924.
Curiosamente, las mismas críticas de impureza teórica fueron dirigidas a Lenin por sus
camaradas después de 1905-7.
¿Cuáles eran después de todo los pecados de Marx? Eran dos. Por un lado,
habiendo valorado contextos y experiencias locales, vernáculas, a pesar de que se desvían
de estándares supuestamente universales. Por otro lado, atribuir valor positivo e incluso
utópico a lo antiguo, aparentemente residual (la comuna campesina rusa basada en la
propiedad comunitaria y la democracia de base, aunque siempre bajo la vigilancia del
estado despótico zarista) y desafiaba, con su voluntarismo y moralismo, las leyes
objetivas (y no morales) de la evolución social que él mismo había descubierto.
Todo esto parece historia de un pasado lejano y sin relevancia para nuestro
presente y futuro, pero de hecho no lo es. Este tipo de debate, sobre la necesidad de
buscar en las tradiciones las energías y pistas para mejorar el futuro y, en general, sobre
las dificultades de la teoría pura, sea la que sea, para dar cuenta de la realidad siempre
rebelde y siempre en movimiento, ha acompañado todo el siglo pasado, y creo que nos
acompañará en el siglo actual. Por ejemplo, mencionaría dos contextos muy diferentes en
los que el debate estuvo presente (si es que no lo sigue siendo). Dejo de lado el hecho de
que ninguno de los procesos revolucionarios que se estabilizaron en el siglo pasado fueron
dirigidos por la clase obrera en los términos precisos previstos por la teoría marxista,
desde las revoluciones rusas de 1905 y 1917 hasta la revolución mexicana de 1910, desde
las revoluciones chinas de 1910, 1927-37 y 1949 hasta la revolución vietnamita de 1945
y la revolución cubana de 1959. En todos ellos, el protagonista era el pueblo trabajador
oprimida en el campo y en la ciudad, y en algunos de ellos los campesinos jugaron un
papel decisivo.
El primer contexto fue la descolonización en el subcontinente asiático
(especialmente en la India) y en África. En todos los procesos de independencia, el dilema
entre dificultades u oportunidades estaba presente, el hecho de que las realidades locales
estaban tan alejadas de las realidades europeas estudiadas por Marx que solo con muchas
adaptaciones podrían imaginarse revoluciones nacionalistas de vocación socialista en
versión marxista. En el caso de India, el debate se calentó dentro de las fuerzas
nacionalistas: por un lado, la posición de Nehru, que asociaba el socialismo con la
modernización en India, en términos cercanos a los de la modernización europea; por el
otro, Gandhi, para quien la riqueza de la cultura india y las experiencias comunitarias
ofrecían la mejor garantía de una liberación real. En 1947 prevaleció la posición de Nehru,
pero la tradición gandhiana se ha mantenido viva y activa hasta el día de hoy. En África,
el lapso va desde 1957 (la independencia de Ghana) hasta 1975 (la independencia de las
colonias portuguesas). Bajo pena de cometer alguna omisión, creo que los cuatro líderes
más notables en la lucha de liberación anticolonial fueron Kwame Nkrumah (Ghana),
Julius Nyerere (Tanzania), Leopold Senghor (Senegal) y Amílcar Cabral (GuineaBissau).
Todos ellos vivieron intensamente en el debate sobre el valor del vernáculo
africano y todos ellos buscaron, incluso de manera diferente, neutralizar el eurocentrismo
de Marx e imaginar futuros para sus países que valorizasen la cultura, las tradiciones y
las formas de vida africanas. Cada uno a su manera contribuyó a la idea del socialismo
africano que reclamaba la diversidad de los caminos hacia el desarrollo en los que el
humanismo africano tomaba el lugar del progreso unilineal y a toda costa, y en el que las
experiencias ancestrales de la vida comunitaria tenían más prioridad que la lucha de
clases. En todos ellos estaba presente la posibilidad de que lo vernáculo local y ancestral
se convirtiera en la idea movilizadora de una utopía de liberación. Obviamente, como en
el difunto Marx, que ninguno de ellos conocía, lo vernáculo tendría que ser adaptado para
dar rienda suelta a su potencial utópico.
Cuando, en 1975, las entonces colonias portuguesas ascendieron a la
independencia, las condiciones del debate habían cambiado profundamente debido al
contexto externo y también al conocimiento de la evolución de las experiencias anteriores
de independencia en el continente. Aun así, la tensión entre lo vernáculo y lo utópico se
manifestó de múltiples maneras. Por poner sólo un ejemplo, en Mozambique, el partido
Frelimo comenzó adoptando una posición hostil hacia todo lo que era tradicional porque
veía en él un pasado irreparablemente adulterado por la violencia colonial. Por lo tanto,
fue hostil a la continuidad de las autoridades tradicionales que administraban justicia
informalmente, por parte de miembros de la comunidad y utilizando los sistemas de
justicias africanos. Sin embargo, el desmantelamiento de este sistema de autoridades
comunitarias provocó tal perturbación en las formas de convivencia pacífica en las
comunidades, donde la justicia oficial no llegó para nada, que el gobierno revirtió y
legitimó, ya en 2000, a estas autoridades, que hoy operan en paralelo a los juzgados
comunitarios. De manera similar, en Guinea-Bissau y Cabo Verde, los tribunales de
tabanca persistieron con el nombre tribunales de zona.
El segundo contexto, muy diferente y mucho más reciente, tuvo lugar en México
con el levantamiento zapatista en Chiapas en 1994, y en Bolivia y Ecuador, con los
procesos constituyentes que siguieron a las victorias en las elecciones presidenciales de
Evo Morales (2006) y Rafael Correa (2007). La experiencia zapatista representa una de
las combinaciones más complejas entre lo vernáculo y lo utópico, combinando a día de
hoy los ideales de liberación social y política con la valorización de la cultura y las
experiencias comunitarias de los pueblos indígenas del sur de México. Una comprensión
contrahegemónica de los ideales de derechos humanos se articula con una afirmación
radical de autogobierno e innovación constante de lo propio y lo ancestral. A su vez, las
dos experiencias democráticas en Bolivia y Ecuador ocurrieron después de décadas de
movilización de los pueblos indígenas, de modo que las cosmovisiones ancestrales
indígenas imprimieron de forma decisiva su marca en las Constituciones de Ecuador
(2008) y Bolivia (2009). La idea del desarrollo fue sustituida por la idea del buen vivir,
la concepción de la naturaleza como recurso natural fue sustituida por la concepción de
la naturaleza como Pachamama, la madre-tierra que debe ser cuidada y cuyos derechos
están específicamente consagrados en el Artículo 71 de la Constitución Ecuatoriana. La
articulación entre lo vernáculo y utópico, entre el pasado y el futuro, reunió el entusiasmo
de los movimientos ecologistas urbanos de muchos países que, sin conocer la filosofía
indígena, se sintieron atraídos por el respeto que surgió de ella y por los valores del
cuidado de la naturaleza y la conciencia ecológica que los movilizó. Como había sucedido
antes con los zapatistas, el nuevo e innovador énfasis en lo vernáculo y lo local, creó lenguajes que trascendieron el lugar y se integraron en narrativas emancipadoras cosmopolitas con un registro anticapitalista, anticolonialista y antipatriarcal.
Esta tensión creativa entre lo vernáculo y lo utópico no terminó con las experiencias históricas que acabo de mencionar. Me atrevo a pensar que nos acompañará en este siglo, ciertamente fortalecido por las alternativas que se abren en el período postpandemia. Cada vez es más evidente que si las sociedades y las economías no adoptan
formas de vida distintas de las basadas en la explotación injusta e ilimitada de los recursos naturales y los recursos humanos, la vida humana en el planeta estará en riesgo de extinción.
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