01 Feb ¿Por qué crece el fascismo? ¿Cómo podemos detenerlo?
*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU.) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial. Texto enviado a OtherNews por el autor, el 21.02.23
Traducción de Bryan Vargas Reyes
Para entender la aparición y el crecimiento de los partidos de extrema derecha en todo el mundo, y especialmente en Europa, tenemos que remontarnos al final de la Primera Guerra Mundial y analizar el turbulento curso de la democracia liberal desde entonces. La democracia liberal salió triunfante de la Primera Guerra Mundial, pero el triunfo duró poco. La fuerza de la izquierda se vio fatalmente afectada por la escisión entre socialistas y comunistas; la disolución por Lenin de la asamblea constituyente rusa en 1918, a pesar de que el partido bolchevique era minoría, puso fin a las esperanzas de una democracia no capitalista (la gran amargura de Rosa Luxemburgo). A finales de los años veinte, los debates políticos estaban dominados por la derecha, una derecha que desde 1918 siempre había sido más anticomunista que democrática. A ello contribuyeron la preeminencia y la división de los parlamentos, la inestabilidad política y la incapacidad de hacer efectivos los nuevos derechos sociales frente a la ideología económica liberal dominante, el dominio de los grandes financieros privados y la persistente crisis económica. Si el poder real residía en la patronal y los sindicatos, la conclusión popular era que los parlamentos servían de poco.
Tras el gran trauma de la guerra, la población quería paz, seguridad y mejores condiciones de vida; los campesinos querían una reforma agraria. Pero la democracia liberal había traído sobre todo la polarización social. La democracia estaba siendo abandonada, tanto por aquellos que no veían en ella una contribución a la mejora de sus vidas como por aquellos, especialmente los jóvenes, para quienes el liberalismo había perdido el contacto con el mundo contemporáneo. En 1934, el dictador portugués António Salazar (que sólo conservaba un vestigio de parlamentarismo) afirmaba que dentro de veinte años no habría asambleas legislativas liberales en Europa. Dos propuestas rivales despertaron entusiasmo: el comunismo y el fascismo/nazismo (este último combinado a veces con un catolicismo conservador cuyo colectivismo consistía en la defensa de la familia). Ambos proponían un «Nuevo Orden» y un «Hombre Nuevo». Pero su atracción procedía sobre todo del fracaso de la democracia, de la debilidad del Estado liberal y del aparente suicidio del capitalismo (hiperinflación, desempleo, Gran Depresión). Las propuestas ultraliberales (más tarde llamadas neoliberales) de los economistas austriacos Friedrich Hayek y Ludwig von Mises fueron muy minoritarias e incluso ridiculizadas, y sólo serían rehabilitadas cuarenta años más tarde, en el Chile de Pinochet (1973), convirtiéndose desde entonces en la ortodoxia económica dominante. En los años treinta, el liberalismo glorificaba el individualismo egoísta y descuidaba el sentimiento de comunidad y las exigencias de una nueva era colectivista. Un ambiente autoritario dominaba Europa y se decía que la era de la democracia había terminado, un tema recurrente.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, la democracia volvió triunfante, aunque ahora en una Europa dividida, en el contexto de la Guerra Fría, entre el bloque capitalista occidental y el bloque comunista soviético. Conviene recordar que la desnazificación fue mucho más eficaz en el bloque soviético que en el occidental, y que los gobiernos conservadores occidentales fueron mucho más duros con la extrema izquierda (algunos partidos comunistas fueron ilegalizados y todos vigilados) que con la extrema derecha (los partidos neonazis fueron ilegalizados, pero muchos nazis, sobre todo técnicos, se integraron en los nuevos gobiernos alemanes o fueron contratados por agencias estadounidenses). Mientras, la democracia era ahora diferente: orientada al bienestar de los ciudadanos (Estado de Bienestar), con fuerte intervención del Estado en la economía, tributación alta y progresiva, negociación colectiva, crecimiento económico y prosperidad como palabras clave para hacer desaparecer la lucha de clases. La nueva sociedad de consumo representaba una cierta americanización de Europa, pero la intervención del Estado en la economía y los derechos sociales distinguían al capitalismo europeo del estadounidense. Obviamente, ambos eran colonialistas.
A partir de los años setenta, todo empezó a cambiar. El laissez faire, que parecía enterrado en la Primera Guerra Mundial, y el dúo Hayek-Mises volvieron para quedarse, la lucha de clases se reavivó, pero esta vez como una lucha de los ricos contra los pobres y las clases medias. Surgió el anti-estatismo, combinado con una mentalidad autoritaria (del Estado protector al Estado represor), la derecha empezó a dominar la opinión pública y a fomentar la polarización social, y la democracia volvió a entrar en crisis. Este es el contexto en el que nos encontramos.
La historia nunca se repite. Hay muchas diferencias importantes en Europa en comparación con el mundo de hace cien años y estas diferencias tienen diferentes repercusiones en el Sur global, especialmente en el Sur que es más dependiente política y culturalmente del Norte global.
El fin de la alternativa comunismo-fascismo/nazismo
La primera diferencia es que de las dos alternativas que entusiasmaron a la juventud de los años 20 y 30 –el comunismo y el fascismo/nazismo– sólo la segunda parece estar en la agenda política de los deseos. Esta diferencia tiene un enorme significado. No significa que no existan hoy alternativas al capitalismo en nombre de las democracias más transformadoras que la democracia liberal. Pero tales alternativas aún no son capaces de formulaciones sintéticas y agregadoras, ni de movilizar a grandes masas de jóvenes, excepto quizás en el tema ecológico.
A lo largo del siglo XX, la extrema derecha siempre ha tenido dos versiones distintas. En los años 20 y 30, la más importante con diferencia fue el fascismo propiamente dicho, basado en líderes carismáticos, nacionalistas, racistas, a veces combinado con el cristianismo conservador (el valor de la familia), impulsado por un populismo de destrucción dirigido contra el individualismo y la debilidad del Estado, una extrema derecha que quería adquirir la dinámica de un partido de masas. Era un populismo distinto del actual, pero igual de orientado a la destrucción. Las versiones de hoy son, por ejemplo, el «antisistema» en EE UU, el «antiinmigración» en España y otros países del Norte Global, la «limpieza» en Portugal, o la «motosierra» en Argentina. El populismo de la construcción era más abstracto y vago, el «Nuevo Orden» de Mussolini o Hitler impuesto por un Estado autoritario como el actual, el «Make America Great Again» de Trump, o el «Hacer a España grande otra vez» del partido Vox.
La segunda versión de la extrema derecha, aunque muy minoritaria en las primeras décadas del siglo XX, proponía sustituir la fuerza del Estado por la fuerza del mercado. Era una ultraderecha hiperliberal, transcrita de las propuestas neoliberales del dúo Hayek-Mises, que veía al Estado como un coste a minimizar, a los impuestos como un robo y a la privatización como la solución para todo aquello que pueda generar beneficios; era una ultraderecha internacionalista, anti-carismática, individualista, hipermoderna y elitista, que veía la pobreza como una cuestión individual que nada tenía que ver con el empobrecimiento derivado de las políticas económicas y sociales. Mientras que la primera versión se reivindicaba social (nacionalsocialismo) y quería un Estado fuerte, la segunda, aunque residual, estaba presente, era hipercapitalista y quería hacer del mercado el principal regulador de las relaciones económicas y sociales, es decir, quería un Estado mínimo centrado en mantener el orden.
Estas dos versiones tenían el mismo objetivo: utilizar el descontento popular ante la ineficacia de la democracia como estrategia de poder y afirmación del capitalismo frente al comunismo. El fascismo tradicional utilizó la democracia para llegar al poder, pero una vez en el poder, ni lo ejerció democráticamente ni lo abandonó democráticamente. Esto es tan cierto de Adolf Hitler como de Jair Bolsonaro (Brasil) o Donald Trump (EEUU). La versión neoliberal de la extrema derecha admitió el colapso de la democracia como daño colateral de sus políticas económicas, cuya aplicación fue, con mucho, la más importante. Hayek, por ejemplo, escribió al diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung en 1977 para protestar por las injustas críticas del periódico al régimen de Pinochet en Chile; consideraba que el Chile de Pinochet era un milagro político y económico y arremetía contra Amnistía Internacional por considerarla «un arma para la difamación de la política internacional»1.
Consciente de sus intereses, el gran capital siempre se ha sentido atraído por las propuestas de la extrema derecha, y en este terreno las cosas no han cambiado mucho en los últimos cien años. La gran diferencia es que en los años 20 y 30 la amenaza del comunismo era real y las dos versiones de la extrema derecha se consideraban antídotos eficaces contra lo que entonces se veía como el suicidio del capitalismo ante la crisis y la protesta social alimentada por la atracción del comunismo. Ahora que el comunismo no está en la agenda política, las fuerzas de extrema derecha tienen que inventarlo, considerando comunismo toda intervención del Estado para reducir las desigualdades sociales. Para ello construyen la ideología del anticomunismo basada en dos pilares: el control casi absoluto de los medios de comunicación corporativos y las redes sociales; y la religión política conservadora, principalmente evangélica, pero también católica y sionista, que una vez más construye el apocalipsis en torno al comunismo y lo convierte en el anticristo. Esta diferencia con respecto a principios del siglo pasado hace que el futuro de la democracia sea aún más problemático.
La normalización del fascismo
La segunda diferencia respecto a los años 20 y 30 es la capacidad del fascismo para normalizarse como alternativa democrática, no teniendo ya que recurrir a golpes de Estado (como ocurrió con Hitler, Mussolini, Salazar y Franco). El caso paradigmático contemporáneo es el actual gobierno italiano liderado por Georgia Meloni. Presidenta desde 2014 del partido neofascista Fratelli d’Italia, Meloni dirige un país cuya Constitución prohíbe hacer apología del fascismo. Tal apología, sin embargo, se hizo de la manera más frontal durante la conferencia anual de su partido (Atreju, 2023). Cientos de camisas negras se reunieron en formación militar frente a la sede del partido neofascista surgido tras la guerra (Movimiento Social Italiano), haciendo el saludo fascista. Meloni impidió cualquier represión de esta manifestación. Básicamente, la normalización se deriva del acercamiento entre las políticas de derecha y extrema derecha en Europa. En el caso de las políticas contra la inmigración y las minorías, por ejemplo, no hay diferencias entre las posiciones de Meloni y Rishi Sunak, Primer Ministro del Reino Unido. La normalización es a veces el resultado de una propaganda subliminal. Por ejemplo, el eslogan fundamentalmente de izquierda del «orgullo gay» se utiliza ahora para promover el «orgullo italiano». La normalización presupone el apoyo de los medios de comunicación corporativos, que no le ha faltado a Meloni, como tampoco a Berlusconi (son los mismos canales de televisión) e incluye la criminalización de periodistas y políticos disidentes, sin hacer saltar ninguna alarma. Roberto Saviano, el gran luchador contra las mafias ha sido objeto de una persecución criminal. La normalización alcanza un nuevo nivel cuando va más allá de la clase política y se convierte en parte de la vida cotidiana, por ejemplo cuando un restaurante imprime la cara del Duce en la factura.
El Estado de Bienestar
La tercera diferencia entre las dos épocas parece, por otra parte, alejar de momento el peligro del fascismo. En el caso de Europa, las condiciones son ahora muy diferentes y no parecen favorecer el extremismo. El Estado de bienestar que se construyó en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, y en Portugal, España y Grecia tras las transiciones democráticas de los años setenta, ha demostrado cierta robustez a pesar de todas sus crisis y ha gozado del apoyo popular. Margaret Thatcher intentó destruirlo en el Reino Unido y fracasó. El Estado del bienestar ha contribuido a crear amplias clases medias poco propensas al extremismo. No sorprende, pues, que la extrema derecha europea no invierta hoy directamente contra las políticas sociales (sólo en Estados Unidos la extrema derecha ve en estas políticas el fantasma del comunismo). Invierte contra los impuestos que las financian y la corrupción del Estado (a veces real), esperando así alcanzar insidiosamente sus objetivos con mayor facilidad. En la medida en que las fuerzas políticas progresistas consientan la destrucción del Estado del bienestar, por ejemplo mediante la privatización de la sanidad, la educación o el sistema de pensiones, estarán allanando el camino al fascismo del siglo XXI. Aún más peligrosas son las privatizaciones encubiertas, como las asociaciones público-privadas en la sanidad, los vales escolares en el caso de la educación o la limitación del sistema de pensiones.
Internet y las redes sociales
La cuarta diferencia entre las dos épocas es más ambivalente cuando se trata del futuro de la democracia. Me refiero a las redes sociales e internet, que no existían hace cien años. Los medios de comunicación corporativos están perdiendo el control de la opinión pública en favor de las redes sociales y esta pérdida representa una división generacional. Actualmente existe el consenso de que las fuerzas conservadoras saben utilizar mejor las redes sociales que las fuerzas progresistas, entre otras razones porque disponen de grandes cantidades de financiación que las fuerzas progresistas no tienen. Pero las redes sociales crean lealtades volátiles y no sostienen mitos durante mucho tiempo. De hecho, pueden provocar cambios bruscos de dirección, tanto de izquierda a derecha (véase el caso de Brasil en 2013, desde la demanda de transporte gratuito hasta el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff) como de derecha a izquierda (en el caso de Colombia, desde el plebiscito de 2016 que la derecha, usando fake news, ganó contra los acuerdos de paz, hasta el movimiento estudiantil y luego otros movimientos sociales, indígenas, de mujeres y sindicales que llevaron a Gustavo Petro al poder en 2022). Obviamente, los dos movimientos no tienen el mismo peso, dado el carácter propietario (privado) de las redes y la falta de regulación democrática. No hay más que ver cómo el cambio en la propiedad de Twitter determinó inmediatamente el cambio hacia el candidato presidencial estadounidense Donald Trump. La ambivalencia de las redes radica en que son más útiles para asaltar el poder que para sostenerlo.
Movimientos sociales
La quinta diferencia con respecto a los años 20-30 es la aparición de movimientos sociales poscolonialistas (indígenas y antirracistas), feministas y ecologistas. Se trata también de una diferencia ambivalente para el futuro de la democracia. Justo después de la Primera Guerra Mundial, el movimiento obrero era un actor político gigantesco y la cuestión de la reforma política estaba en el orden del día. A la democracia liberal, llamada entonces democracia burguesa, se oponía la democracia obrera. Los conflictos entre socialistas y comunistas y la represión estatal (policial y judicial) contra los partidarios de la democracia obrera debilitaron el movimiento obrero, y lo que quedó de él fue destruido por las dictaduras que siguieron.
Los movimientos sociales actuales aceptan más o menos acríticamente la idea de que sólo existe un tipo de democracia, la democracia liberal, una idea que, hasta los años 70, distaba mucho de ser consensuada. Con esta limitación, los movimientos sociales actuales son generalmente una garantía de preservación de la democracia e incluso de su profundización, ya que luchan para que los derechos individuales y colectivos se amplíen y se cumplan efectivamente. Estos movimientos son generalmente acosados por la extrema derecha, pero en su lucha se han utilizado estrategias que pueden neutralizar el potencial democratizador de los movimientos sociales.
En el caso del movimiento feminista, la estrategia de la extrema derecha ha consistido en tratar con condescendencia (a veces apoyando activamente) las agendas de los feminismos blancos de clase media porque no cuestionan el orden capitalista. El identitarismo, es decir, la identidad de género (o racial) concebida como objetivo principal y exclusivo de la lucha social, aísla las reivindicaciones de estos movimientos de las luchas por la redistribución de la riqueza y la justicia social. Al aislarse y no cuestionar el contenido de clase de la dominación capitalista moderna, estos movimientos ven neutralizado su potencial transformador, y a veces acaban en el mismo bando que las luchas lideradas por la extrema derecha. Los feminismos del Sur global (feminismo negro, indígena, árabe), cuando se manifiestan en las metrópolis del Norte global a través de inmigrantes, a veces nacionales de dos generaciones, cuestionan el orden capitalista y por ello son abiertamente acosados, no sólo por la extrema derecha, sino también por otras fuerzas políticas conservadoras.
En el caso de los movimientos antirracistas, la extrema derecha es abiertamente hostil y a veces violenta. El racismo está en el corazón de la extrema derecha, aunque hoy se manifieste de forma indirecta, por ejemplo en la lucha contra la inmigración, en el carácter altamente represivo del control de fronteras, en el punitivismo desproporcionado con el que ataca a individuos, comunidades y públicos racializados, en la defensa privilegiada de las reivindicaciones de las fuerzas policiales y en la banalización de la brutalidad policial.
En cuanto al movimiento ecologista, la estrategia de la extrema derecha es el negacionismo. La crisis ecológica es vista como una invención de la izquierda para impedir el desarrollo del capitalismo. El movimiento ecologista, aunque muy diverso, tiene hoy el potencial de cuestionar la triple dimensión de la dominación capitalista moderna -clase, raza y género- y, en este sentido, de hacer propuestas antisistémicas en sus múltiples dimensiones (económica, social, política y cultural). En la medida en que emprendan este tipo de lucha, estarán defendiendo la democracia en su sentido más amplio, incluyendo en la democratización de la vida la democratización de las relaciones entre la vida humana y no humana. Sin duda serán hostilizados, no sólo por la extrema derecha, sino por todas las fuerzas políticas institucionales.
En conclusión
El fascismo está en auge a) porque las políticas sociales del estado de bienestar han sido cada vez menos financiadas, lo que ha provocado un aumento de las desigualdades sociales y de la polarización social a la que pueden dar lugar, a lo que el estado sólo responde con políticas represivas; b) porque los movimientos sociales, al no cuestionar el capitalismo (injusticia social, lucha de clases), han contribuido a normalizar y banalizar las desigualdades sociales más grotescas como si no fueran antidemocráticas; c) porque el fascismo se disfraza de lucha por la democracia con el apoyo de los medios de comunicación corporativos, que le son generalmente favorables, en particular amplificando las reivindicaciones fascistas contra la inmigración, la xenofobia, la promoción de la policía, la corrupción del Estado del bienestar y los recortes fiscales; d) porque las demás fuerzas políticas, tanto de derechas como de izquierdas, no han sido capaces de desobedecer la ortodoxia neoliberal vigente que impide la expansión de las políticas sociales, lo que a largo plazo convertirá la democracia en una política de malestar que no merece el enorme coste de mantenerla en vigor; e) porque el fascismo tradicional parece hoy formar parte de una amplísima familia hiperconservadora, que incluye la religión ultraconservadora, especialmente evangélica, sionista e islamista; f) porque la guerra legal (lawfare) de un sistema judicial conservador contra las políticas y los políticos progresistas, al aumentar la inestabilidad social, ha sido una palanca eficaz (porque no es política en apariencia) para promover la extrema derecha; g) por último, el fascismo está creciendo porque el consumismo y las redes sociales han transferido las preocupaciones de los individuos de la vida pública a la privada; la justificación de la apatía hacia la democracia (no vale la pena votar porque las políticas son siempre las mismas) se transforma rápidamente en la justificación entusiasta de los antisistema.
En vista de ello, frenar el avance del fascismo –un imperativo para todos los demócratas– es una tarea política compleja y difícil, sobre todo porque debe llevarse a cabo en varios niveles y en diferentes esferas de la vida social y no sólo en la esfera política. Sin embargo, es posible porque nada está determinado de antemano. La madre de todas las condiciones es que la democracia tenga un contenido material concreto, un impacto positivo en la vida de las clases trabajadoras (individuos, familias y comunidades) que les devuelva la esperanza en la posibilidad de una vida más digna, una sociedad más justa y una mayor igualdad con la naturaleza. Para que esto sea posible, la condición previa a corto plazo es que las políticas sociales públicas se mantengan, diversifiquen, amplíen y articulen con las prácticas de solidaridad, reciprocidad y cuidado que existen en la sociedad y en las comunidades. Sólo así será posible evitar la profundización de las desigualdades y discriminaciones sociales en sociedades cada vez más complejas y culturalmente diversas. Ante la deriva fascista en curso, creo que sólo alianzas amplias y pragmáticas entre las diferentes fuerzas políticas de izquierda pueden garantizar la supervivencia de la democracia a medio plazo.
¿Y Portugal, actualmente en periodo electoral?
Portugal y España son los países europeos con mayor experiencia dictatorial fascista. La Primera República Portuguesa fue un periodo de extrema inestabilidad, fuertemente condicionado por la Primera Guerra Mundial. Entre 1910 y 1925 hubo ocho presidentes, muchos gobiernos y varios intentos de golpe de Estado. Siguieron cuarenta y ocho años de dictadura – convencionalmente dividida en dos periodos: dictadura militar (1926-1933) y Estado Novo (1933-1974) – a la que puso fin la Revolución del 25 de abril de 1974. Este año celebramos el 50 aniversario del 25 de abril.
A la luz del análisis anterior de la dinámica del fascismo en los años 20 y 30, podemos decir que, como partido político, la extrema derecha fascista o fascistizante tradicional renace en Portugal con el partido Chega en 2019. Así lo considera el prestigioso GPAHE (Global Project Against Hate and Extremism), que añade que la organización juvenil del partido (Chega Juventude) es aún más extremista que el propio partido. Chega corresponde a lo que llamamos extrema derecha tradicional, basada en líderes carismáticos, un partido nacionalista, racista, xenófobo, impulsado por cierto cristianismo conservador (el valor de la familia) y con aspiraciones de ser un partido de masas. También mencioné que junto a esta extrema derecha existía otra, poco más que residual, que, inspirada en Hayek-Mises, quería sustituir al Estado por el mercado como gran regulador social. Esta ultraderecha se reclama democrática, pero, como vimos en las declaraciones de Hayek sobre el Chile de Pinochet, admite la ocurrencia de la dictadura como daño colateral. Ahora, en las condiciones actuales, proponer la privatización de las políticas sociales públicas (la destrucción del Estado de bienestar), que ya tiene un arraigo muy débil en el contexto europeo, como está haciendo el partido Iniciativa Liberal, significa tener que convivir con la posibilidad de que la convivencia democrática se haga imposible a largo plazo.
Esto es tanto más grave para la democracia cuanto que la derecha tradicional y moderada ha perdido brillo y color (PSD, Alianza Democrática). Si este partido de derechas se ve en la tesitura de querer llegar al poder ahora y a toda costa (confiando en que los portugueses se olviden de la Troika), tendrá que concluir que sólo puede llegar al poder con dos palos antidemocráticos (Chega e IL). Si acepta seguir este camino, deberá darse cuenta de que será un camino sin retorno. La «limpieza» empezará en casa.
En cuanto a las fuerzas políticas de izquierda, he estado teorizando y analizando las virtudes y los límites de las alianzas entre partidos de izquierda. He argumentado que, en las condiciones portuguesas, sólo las alianzas entre fuerzas políticas de izquierda pueden garantizar la supervivencia de la democracia a medio plazo. Creo que la alianza que tuvo lugar entre 2016 y 2019 (conocida como «geringonça») fue una experiencia muy positiva, a pesar de su lento y degradante final que se consumó con la desaprobación del presupuesto estatal para 2022. La tragedia secular que persigue al país, de estar en tiempos y lugares fuera del tiempo y del lugar, puede significar que en el momento en que las voluntades políticas de la izquierda están más dispuestas a renovar sus alianzas, el tiempo para ellas ya ha pasado. Debemos esperar pacientemente y, cuando surja la oportunidad, no desaprovecharla. La unidad de la izquierda es la única garantía de que los portugueses del futuro celebren el centenario del 25 de abril en democracia.
1 https://jacobin.com/2023/09/neoliberalism-human-rights-democracy-dictatorship-chile-chicago-hayek-friedman-pinochet
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