30 Abr El monopolio de la fuerza y los Acuerdos de La Habana
19 de septiembre del 2016
Ph.D. Ex Investigador ILSA. Profesor universitario.
Bajo el modelo de los Estados modernos, se pretendió y logró hasta cierto punto monopolizar la fuerza o violencia con pretensión igualmente de legitimidad. A la hora de definir este concepto, buena parte de la literatura especializada lo da por sentado o lo define como la atribución según la cual el Estado es y debe ser el único detentador de la fuerza legítima y de las armas con que se ejerce dicha fuerza.
Con todo, ese entendimiento es excesivamente superficial si constatamos al menos dos situaciones. En primer lugar, en buena parte de los Estados se admite la legítima defensa como posibilidad de uso de la fuerza entre ciudadanos, a fin de repeler y/o resistir ataques externos indebidos. Por lo demás, muchas sociedades, por lo general, y, lamentablemente, siguen admitiendo ámbitos de violencia ilegales, pero justificados socialmente, tales como la violencia intrafamiliar, sobre hijos, a nombre de valores religiosos o políticos, en contra de ciertas poblaciones etiquetadas, etc. Si contrastamos lo anterior, podemos dejar claro que socialmente existen posibilidades de violencia legitimadas legalmente (legítima defensa) y socialmente aunque ilegales (la violencia privada bajo diversas pretensiones), lo cual conlleva admitir que ni normativa ni fácticamente el Estado monopoliza la violencia en los términos arriba indicados.
Por tanto, una definición más precisa del monopolio de la violencia o la fuerza estatal nos diría, apegados rigurosamente a Weber, que esta significa la pretensión estatal de establecer de forma exclusiva la regulación de ciertos aspectos relacionados con las armas y la violencia en un determinado territorio. En concreto, los Estados han monopolizado la regulación sobre quién y en qué términos se detentan las grandes armas convencionales de guerra y defensa (tanques, aviones de guerra, bombas nucleares, etc.); son los reguladores de quien puede acceder a ciertas armas convencionales de mediano alcance (el acceso relativamente libre de EE UU o Bélgica al restringido del Japón a ciertas armas) y, finalmente, los Estados buscan criminalizar vía el Derecho Penal qué conductas se consideran delictivas, especialmente en lo que hace al eventual abuso de la fuerza física o armada de unos sobre otros (los crímenes contra la vida o integridad personal, por ejemplo). Por tanto, como puede verse, el monopolio en mención es más parte del monopolio de la producción del Derecho y no como tal la exclusividad en el uso o detentación de las armas o fuerza.
El monopolio de la violencia legítima tiene adicionalmente dos formas de ser planteado. Desde el Derecho, se presume que el Estado la monopoliza no solo legal, sino efectivamente y, por tanto, existe la presunción legal de la detentación y uso de cierta fuerza. Con todo, desde la Ciencia Política es más claro sostener que los Estados han intentado y logrado parcialmente monopolizar la violencia, sin haberlo logrado del todo. No es difícil comprobar la imposibilidad de la mayoría de los Estados de impedir el tráfico de armas en su territorio o criminalizar adecuadamente todos los delitos de sangre. Para el Derecho, el Estado se presume monopolizador de la fuerza mientras para otras disciplinas esta es una pretensión en construcción e inacabada y, hoy, más difícil que antaño.
Lo anterior nos permite entender que Colombia forma parte de aquellos Estados donde la construcción de ese monopolio ha sido larga y difícil. Históricamente, en nuestro país ha existido un oligopolio de la fuerza y las armas donde distintos actores (la mayoría ilegales) controlan territorios y población en competencia o paralelamente a las instituciones estatales. Esta característica, entre otras, ha puesto al país dentro de la lista de Estados fallidos o débiles según el criterio que se utilice.
En el anterior contexto, los Acuerdos de La Habana pueden verse como una forma de seguir avanzando en la construcción de dicho monopolio. De un lado, un importante aparato armado que controla parcialmente zonas del territorio nacional deja sus armas y se incorpora a la vida política civil, lo cual conlleva un fortalecimiento del control estatal de estos territorios, siempre y cuando no exista un relevo del aparato armado de las Farc por otros existentes. Adicionalmente, la criminalidad asociada al conflicto armado, como ya se ha mostrado, tenderá a descender, lo cual impactará positivamente en la criminalización efectiva del uso de la fuerza ilegal y, a la vez, también será abordado a través de los mecanismos especiales de justicia transicional. Lo que ocurre en Colombia a este respecto no es inédito, pues históricamente los Estados han construido sus monopolios seculares no solo a través de la imposición armada, sino negociando y cooptando a sus contradictores armados.
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