30 Abr El Derecho y la legitimidad
16 de marzo del 2016
Ph.D. Investigador ILSA. Profesor universitario.
En el contexto de la modernidad, el Derecho se ha convertido en uno de los factores centrales para la legitimación del Estado, es decir para justificar la obediencia a un órgano de poder que detenta la coerción de manera pretendidamente monopólica. El Estado como actor de fuerza no puede ser obedecible solo por temor, sino en razón de los argumentos legales, en sentido amplio, que justifican su obediencia. En tal sentido, la legalidad legitimadora del Estado no es una legalidad cualquiera, sino que debe respetar unas formas previas en su producción, una jerarquía normativa, unos procesos deliberativos en su elaboración, unos valores sociales y jurídicos y, finalmente, debe ser eficaz. Solo bajo estos esquemas podemos hablar, normativamente, de una legitimidad democrática que justifique la obediencia a un órgano de fuerza estatal y parafraseando a San Agustín, este no termine convertido en una banda de ladrones. Por tanto, lo legítimo no es lo meramente aceptado.
A partir de lo anterior, podría pensarse que la obediencia al Derecho es una cuestión casi espontánea. En otros términos, si el Derecho es cualificado democráticamente, es de esperar que ajustemos nuestro comportamiento al mismo. Con todo, como registra Tyler (2014), en promedio, el nivel de desobediencia al Derecho en los Estados “desarrollados” es cercano al 10 % y en nuestro contexto latinoamericano, la cultura de la ilegalidad, entendida como no cumplimiento del Derecho es mucho más generalizada. ¿Cómo entender, entonces, que el Derecho, más o menos democráticamente construido, no termine siendo obedecido y aun así justifique obedecer al Estado?
Parte de la respuesta a este interrogante está en aquellos estudios interesados en entender por qué se obedece o no el Derecho. Las razones para ello han identificado como posibles explicaciones el convencimiento, es decir, la convicción de que la normativa ofrece razones válidas para ser obedecida, dado que reconoce valores, respeta procedimientos y jerarquías, etc. Una segunda razón es la imitación del comportamiento de otros. Desde los planteamientos de la neurociencia, se sostiene que los seres humanos actuamos siguiendo las conductas de otros, a fin de obtener cierta seguridad simbólica o no que ofrece el grupo.
Nuestro cerebro está preparado atávicamente para hallar protección en el colectivo imitando a los otros. En tal sentido, actuar por imitación denota cierta inercia que no dialoga claramente con el convencimiento de las primeras razones antes indicadas. Un tercer argumento explicaría que obedecemos al Derecho por su conveniencia, es decir, estamos dispuestos a seguir normas en la medida en que honren nuestras expectativas de maximización, sea en términos de intereses o valores, de forma tal que seríamos más proclives a obedecer unas normas más que otras (Tyler, 2014).
Cierta variante de esta última nos diría que para las personas sin recursos obedecer las normas es irracional, en cuanto muchas veces no tienen nada que ganar obedeciendo en razón de su escasez de recursos y valoración de los derechos y libertades y, por el contrario, pueden obtener lo propio en sobrevivencia, desobedeciendo según ciertos casos. Otra variante es obedecer por temor a las sanciones jurídicas, que sería una mezcla de un sentimiento irracional (el miedo) y la inconveniencia de soportar ciertos castigos.
Desde el anterior marco, lamentablemente no se cuenta con muchos estudios que hayan valorado el peso específico de cada uno de los factores. Con todo, lo que surgiría como un primer cotejo de lo anterior es que la obediencia al Derecho no se funda solo en su convencimiento y que es posible que los otros factores influyan mucho más que aquel. En el fondo, como han sugerido algunos autores como López (2015), obedecer al Derecho y al Estado, por la fuerza, la conveniencia o la imitación nos arroja en un terreno diferente a la legitimidad del Derecho y el Estado para obedecer. Por tanto, obedecer por temor, por racionalidad económica o por cierto tipo de instinto gregario no es lo mismo que obedecer por convicción.
La pregunta que queda abierta es, entonces, si el Derecho cualificado según lo dicho antes ofrece razones para obedecer al Estado, pero seguimos obedeciendo, al parecer, por temor a la fuerza, por nuestros intereses individuales o la imitación, ¿esto no termina impactando en la legitimación última del Estado? En otros términos, ¿obedecemos finalmente al Estado y a su Derecho más por miedo, por conveniencia o cierta tradición antes que por convencimiento frente a ciertas razones, de forma tal que la discusión sobre la legitimidad resulta a lo menos irrelevante o exótica? ¿Cuál es el alcance real de la racionalidad legal weberiana?
* Se citan en este artículo López Nelcy, Pluralismo jurídico estatal. Entre conflicto y diálogo. Universidad del Rosario, 2015, y Tyler Tom. La obediencia del Derecho. Universidad de los Andes. 2014.
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